Alabanza
De las mentiras que solemos
decirnos a nosotros mismos, la más cruel y despiadada es sin duda: todo estará
bien. Frase sin sentido a la cual necesitamos aferrarnos desesperadamente justo
cuando sabemos que una tormenta se avecina, o cuando estamos ya en el ojo del
huracán, viendo los escombros de lo que fuimos, lo que creímos ser.
Nuestro mundo yace
irreconocible bajo los pies temblorosos del destino, y no nos es posible
imaginar una mentira más absurda y no obstante creíble: todo estará bien… ese
fue el único pensamiento al que podía aferrarme al amanecer, queriendo por
única ocasión tener fe, en algo, lo que fuera necesario, para borrar la
espantosa experiencia del día anterior.
Postrada ante el Altísimo,
rodeada del éxtasis de cuarenta gentes enajenadas, cuarenta extraños rodeándome
y de alguna manera forzándome a ‘sentir’, a fingir adoración y amor que mi
corazón podrido es incapaz de profesar; vi de pronto ennegrecer un par de ojos.
El pastor que animaba al
populacho a mantener el júbilo del momento (místico
por decir poco) había palidecido un tanto aunque sin dejar de cantar su
alabanza, de pronto su mirada se volvió más profunda, imaginé que sería capaz
de atravesar cualquier muro con esos oscuros ojos, intensos y terroríficamente
vacíos de expresión.
Esos ojos no eran ya los del
pastor, sino los de un cuervo, con esa negrura entintándolos, con esa capacidad
de ver atravesándolo todo, distantes del mundo; cual si adquirieran sus alas
tomando el frágil candor del alma humana y la elevaran a la montaña más alta
con la única intención de mostrarle el vacío que al fondo la espera.
Los ojos no me miraban a mí,
no miraban a nadie, no podían hacerlo porque estaban ya observando las negras
fauces del lobo que es la muerte; no hablo de la Madre Muerte (esa que nos
lleva al eterno descanso), sino de la muerte que emerge del oscuro vacío para
dejarnos atrapados en el mismo, es muerte que tanto temen los hombres, sobre
todo si se sigue vivo y largos años pasan agonizando antes de encontrar a la Madre
Muerte, con riesgo de aun así, quedar condenado a las tinieblas.
Los ojos del pastor, que
miraban más allá de toda posibilidad física, me atravesaron sin posarse nunca
en mí, su destello fue un imán de mi mirada que quedó atrapada en ellos
mostrándome la visión más terrible que en ese momento podía tener:
Un cuervo estaba parado sobre
la cima de una montaña altísima y no hacía otra cosa que mirarme fijamente, sin
batir sus alas se acercaba en flashazos a mí hasta meterse a mis ojos; entonces
yo era el cuervo, sentía mi diminuto cuerpo negro sostenido por unas frágiles
patas posadas sobre la montaña, mi pico fuerte y firme y esos terribles ojos
que veían a kilómetros de distancia, la cabeza giraba de un lado a otro
observándolo todo, varios cerros y montañas lejanas nos rodeaban; el viento
invitaba a mis alas a flotar, abajo era todo negro.
En ese instante invadió a mi
cuerpo humano una sensación opresora, un frío helado quemaba todo mi costado
izquierdo sin poder (o querer) evitarlo mis ojos dejaron de mirar al pastor
quien ya tenía ojos humanos, para posarse en la chica que debía estar rezando
como todo el grupo y no obstante había enmudecido, pálida, con unos ojos
abiertos al punto de salírsele de las órbitas, mirando fijamente hacia el
frente; seguí el curso de su mirada y allí estaba el cuervo, quieto, absorto,
imponente.
La locura no acabó allí aunque
la visión había desaparecido. A los rezos se siguió una especie de exorcismo
para concluir con cantos de alabanza dedicados a ese dios (con mayúscula). Afortunadamente la noche se cerró con alegres
risas, alejando de mi consciencia la visión del cuervo, del vacío eterno y del
robo de almas; pero es de conocimiento del pópulo que la consciencia (y a veces
el alma) abandona el cuerpo una vez que éste se deja abrazar por la tibia
caricia del sueño profundo. Así, cuando el ruido lejano de las risas e
historias contadas al calor de una fogata, se fueron escuchando cada vez más
ajenas y lejanas, y la helada noche cedía para permitir el cobijo del sueño;
las tinieblas acecharon de nuevo.
Los murmullos se fundieron con
el sueño, convirtiéndose en secretos que rumoraban una mujer y un chico,
quienes esporádicamente volteaban a ver, primero el cuarto donde mi cuerpo
dormía, luego a mí recostada en la cama. Cada vez se acercaban más, con cada
susurro, con cada mirada de reojo como fingiendo que no hablaban de mí, había
un pestañeo, sus figuras temblaban borrando un tanto sus siluetas y sin mover
los pies ya estaban más cerca, hasta que quedaron justo a un costado de mi cama
diciendo: “mira, mira, ya ves que sí,
mira lo que tiene cerca de cuello, te lo dije, es ella, mira…” Con una
expresión de sumo temor se evaporaban, dejándome sola en el cuarto, tratando de
ver qué era eso que acechaba mi cuello.
Una sombra de contornos
difusos iba creciendo a la altura de mi nuca. Mi cuerpo dormía postrado sobre
el costado derecho y yo sentía crecer la oscuridad extendiéndose de mi nuca a
las costillas, posándose a la altura de mi cadera. La silueta se volvió
reconocible, era un contorno humano. Se elevó queriéndome abrazar toda, ya con
mi cuerpo recostado de espaldas, pero a unos milímetros de tocar mi piel abro
los ojos y e miro con terror aunque sin miedo, mi grito lo evapora. Entonces me
doy cuenta que sigo dormida, me estremezco un poco entre la montaña de cobijas,
sin abrir los ojos palpo mi cuerpo, los pezones erectos, las piernas rígidas,
los brazos apretados contra el regazo. Abro al fin los ojos, el cuarto es tal
cual lo recuerdo de aquel en que dormía en la infancia: un techo altísimo
sostenido con vigas de madera, puerta negra, una ventana de herrería negra con
cristales color blanco tipo japonés, frío y húmedo; y una pared que simula
ladrillos anaranjados un tanto curvos dando la sensación de morar en un recinto
viejo.
Afuera el silencio absoluto, a
pesar de que la construcción se encuentra en el centro de un cerro rodeado de
vegetación y animales característicos de la sierra gorda, pareciera que todo
ser vivo duerme y que el viento también decidió guardar silencio. Vuelvo a
cerrar los ojos recordando fragmentos y sensaciones de la pesadilla que alejó a
mi desvelado descanso, más no me siento asustada hasta que recuerdo el canto que invocó la aparición de
la sombra: “alabaré, alabaré, alabaré,
alabaré, alabaré a mi Señor”.
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