Espejismos de un deseo

Te veo a lo lejos, erguido, buscando con la mirada pero no impacientemente, sino al contrario, con la seguridad de que en un instante u otro llegaré a abrazarte. Pues es a mí a quien buscas y esperas ver salir de entre la multitud de viajeros y personas que vuelven a la ciudad.
 
Yo me escondo, me gusta verte de lejos, a escondidas, sin que tu lo sepas. Es el único momento que soy dueña de mí. Mi corazón se acelera de júbilo, soy una pequeña infante que se esconde tras las cortinas para que la madre no me encuentre, o el padre, o quien sea que esté buscando a la niña, es la sensación más grande de felicidad que puedo recordar ahora. El sobresalto de espiarte y ser descubierta el segundo después de que mi propia voz me delate, o mi sonrisa frente a tu rostro.
 
Te veo de lejos y mientras tanto soy capaz de meterme en tu mirada, tan de niño, tan sutil y penetrante. Cuando al fin tu rostro gira hacia la dirección donde me escabullo de la gente, tu mirada cambia, ya no eres niño, sino muchacho, hombre joven y gallardo que prepara su sonrisa más tierna y su abrazo más cálido.
 
Te sonrío. Tú me abrazas. Yo me acurruco en tu aroma y percibo el calor de tu cuerpo. Esquivo entonces tu mirada, pues mis ojos traviesos y coquetos me delatan. Yo te quiero. Tú me quieres. Sin embargo nuestro encuentro es efímero, encubierto, misterioso por lo que callo y que mis ojos gritan, por lo que callas y de tu cuerpo emana.
 
Somos apenas un silencio envuelto en risas y charlas profundas sin sentido, porque todas evaden el mutuo deseo, porque todas callan la verdad de mis ojos, la verdad de tu cuerpo.
 
 

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