Volar, como tú.



Estoy sentada pensando historias, antiguas, presentes y ficticias, mi cabeza se revuelve entre tantas letras no plasmadas aún. Me disperso luego entre cuadernos, dibujos, hojas sueltas y claro, un segundo para enviar un mensaje, otro más para cambiar la música, cinco para pensar que me urge orinar y no pienso levantarme de esta banca, que además es súper incómoda y ya me dolió el trasero. Así, los segundos perdidos se vuelven paulatinamente (sumamente irreal) horas, días, semanas, meses perdidos entre marañas de historias inconclusas.

En las noches sueño, platico con mis historias y me preguntan ¿cuándo?, mis hombros pegados a la cabeza, mis dedos artríticos parecen de piedra; un gran pesimismo en la espalda les grita ¡nunca! Porque parece que soy incapaz de seguir el hilo de una historia por mucho tiempo, o quizá los finales sean el problema, quizá en las letras como en la vida, me sea imposible ‘concluir un cuento’.

¿Qué pasará si después se me siguen presentando en sueños historias de una historia ya acabada? ¿Qué pasará con la mujer erotómana, con la depresiva o con la loca? ¿Qué será de sus vidas si la historia acaba? ¿A quién le contarán sus dramas, a quién le provocaran un orgasmo o repulsión por sus relatos grotescos y excitantes? Pues los personajes, aunque pocos, viven cada uno en su historia, dialogan conmigo, se burlan irónicos de mi pesar al no poder crearles compañía, ¡cómo si la necesitáramos! Dicen. Para luego en un arranque de algo, me reclamen la poca atención que les pongo, me griten que no me importa su vida, su historia, su drama; que pasan meses y no me doy una vuelta por sus hojas y cuando lo hago, muy de vez en vez les agregó algo de voz a sus personajes mudos.

El asunto se complica cuando reviso otros textos, muchos sólo son fragmentos de algo más grande, que se han quedado, ante mi descuido y abandono, como relatos aislados; y la idea de un compendio vuelve a mí, una antología de ese montón de relatos sueltos, más el temor de unirlos me detiene, pues sé, que cuando los vaya juntando saldrá, o mejor dicho, gritará desde lo oculto, esa historia detrás, como un rompecabezas al que le siguen faltando piezas pero que sabes exactamente cuáles y dónde van. Ya no sería una antología, sino un pedazo de algo, tan triste y absurda historia inconclusa.

Y me voy pasando las horas, dejando un texto por continuar abierto en la ventana de Word, mientras releo un par de textos más, para caer ‘siempre’ a esos cuentos tuyos, los que sí tienen un final, los que sí pudieron ser antología, los que sí tienen más de un personaje y no se sienten solos aunque su historia haya concluido; reviso, releo, recuerdo y vuelvo a sentir, cada letra plasmada, cada punto, cada coma. Me entristezco luego, porque tal parece que yo no puedo volar, como tú, y tu estándar me parece cada vez más alto, más lejos, aunque dicen que estoy cerca.


Me atormento el sueño porque mis personajes monótonos y vacíos me reclaman, me exigen, me premian con historias inmerecidas que se quedan en la almohada mojada del sudor que la desesperación nocturna me provoca. Dime, ángel mío, ¿cómo puedo hacer para terminar este martirio? ¿En qué momento de este ordenado caos puedo agarrar el hilo que une un relato con otro? ¿Bajo qué espantoso estado de ánimo debo caer para que las voces puedan al fin oírse? Dame tu mano, mi ángel, escribe con ella la historia, préstame tus alas y enséñame el mundo desde lo alto, muéstrame cómo todo se hace pequeño y quizá así, pueda tener el coraje y, las letras mudas, voz.


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