El temible hombre de las nieves
Siempre evitando sentir, eres una especie de paradoja de mi reflejo,
pues aunque frío como un témpano, has logrado deshielar mi alma, quitando hasta
el último rastro de escarcha de mi piel con tan solo un destello de tu mirada
almendrada.
Es a través del cuerpo (sólo a través de él) que te permites expresar
(o quizá se te escapa) algo de sensibilidad. La tibieza de tus manos y esa
manera tan suave de rozar mi piel, perturba, pues acostumbrada estoy al corte
tajante de tus palabras. Me sorprendo más al verme “manejando todo
tranquilamente”, con una naturalidad y paciencia como si viera una película y
ninguno de los personajes me atrapara de lleno, sin dejar por ello de ser
interesante lo que veo.
Este “jugar con hielo” me asusta menos, esta entrega indiferente de
trozos de piel entre dos extraños que en lo único que están de acuerdo es en el
deseo de seguir siendo extraños, de no conocerse jamás. Prohibido no es
tocarse, besarse, penetrarse –el cuerpo; no se hable ya de historias
personales, de tristezas o alegrías cotidianas, no nos interesa.
Me preocupa más desvelar esos ojos tiernos, dulces y mudos; me llama
más el calor de tu cuerpo desnudo sobre mi cama, me atrapa tu silencio y que
huyas de mis besos; porque ¿qué es tu historia sino recuerdos? ¿Qué importancia
tiene el no saber de ti sino tu nombre?
Si la vida es puro instante, ¿no
la poseo toda aquellas mañanas que al despertar sigues en mi cama? Si las
palabras por cortas, frías e ineficientes no pueden decir lo que hay y lo que
falta, y en cambio nuestros cuerpos al fundirse rompen toda barrera y ya no
existe el límite, la materia se evapora al abrazarse nuestras almas en un
diálogo profundo y secreto.
El cuerpo no existe y sin embargo es a través de él que me hablas y te
entiendo, sólo entonces nos entregamos ‘ese algo’ que aún no puede ser nombrado
y esa entrega se hace sublime. Así que no, no me interesa escuchar aquello que
has decidido guardar en el silencio, no quiero saber de tu vida si la tengo a
ratos y por entero.
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